Hubo una tía nuestra, fiel como no lo ha sido ninguna otra mujer. Al menos eso cuentan todos los que la conocieron. Nunca se ha vuelto a ver en Puebla mujer más enamorada ni más solícita que la siempre radiante tía Valeria.
Hacía la plaza en el mercado de la Victoria. Cuentan las viejas marchantas que hasta en el modo de escoger las verduras se le notaba la paz. Las tocaba despacio, sentía el brillo de sus cáscaras y las iba dejando caer en la báscula. Luego, mientras se las pesaban, echaba la cabeza para atrás y suspiraba, como quién termina de cumplir con un deber fascinante.
Algunas de sus amigas la creían medio loca. No entendían cómo iba por la vida, tan encantada, hablando siempre bien de su marido. Decía que lo adoraba aun cuando estaban más solas, cuando conversaban como consigo mismas en el rincón de un jardín o en el atrio de la iglesia.
Su marido era un hombre común y corriente, con sus imprescindibles Ataques de mal humor, con su necesario desprecio por la comida del día, con su ingrata incertidumbre de que la mejor hora para querer era la que a él se le antojaba, con sus euforias matutinas y sus ausencias nocturnas, con su perfecto discurso y su prudentísima distancia sobre lo que son y deben ser los hijos. Un marido como cualquiera. Por eso parecía inaudita la condición de perpetua enamorada que se desprendía de los ojos y la sonrisa de la tía Valeria.
-¿Cómo le haces? -le preguntó un día su prima Gertrudis, famosa porque cada semana cambiaba de actividad dejando en todas la misma pasión desenfrenada que los hombres gastan en una sola tarea. Gertrudis podía tejer cinco suéteres en tres días, emprenderla a caballo durante horas, hacer pasteles para todas las kermeses de caridad, tomar clases de pintura, bailar flamenco, cantar ranchero, darles de comer a setenta invitados por domingo y enamorarse con toda obviedad de tres señores ajenos cada lunes.
-¿Cómo le hago para qué? -preguntó la apacible tía Valeria.
-Para no aburrirte nunca -dijo la prima Gertrudis, mientras ensartaba la aguja y emprendía el bordado de uno de los trescientos manteles de punto de cruz que les heredó a sus hijas-. A veces creo que tienes un amante secreto lleno de audacias.
La tía Valeria se rió. Dicen que tenía una risa clara y desafiante con la que se ganaba muchas envidias.
-Tengo uno cada noche -contestó, tras la risa.
-Como si hubiera de dónde sacarlos -dijo la prima Gertrudis, siguiendo hipnotizada el ir y venir de su aguja.
-Hay -contestó la tía Valeria cruzando las suaves manos sobre su regazo.
-¿En esta ciudad de cuatro gatos más vistos y apropiados? -dijo la prima Gertrudis haciendo nudo.
-En mi pura cabeza -afirmó la otra, echándola hacia atrás en ese gesto tan suyo que hasta entonces la prima descubrió como algo más que un hábito raro.
-Nada más cierras los ojos -dijo, sin abrirlos- y hacesde tu marido lo que más te apetezca: Pedro Armendáriz o Humphrey Bogart, Manolete o el gobernador, el marido de ti mejor amiga o el mejor amigo de tu marido, el marchante que vende las calabacitas o el millonario protector de un asilo de ancianos. A quién tu quieras, para quererlo de distinto modo. Y no te aburres nunca. El único rieso es que al final se te noten las nubes en la cara. Pero eso es fácil evitarlo, porque las espantas con las manos y vuelves a besar a tu marido que seguro te quiere como si fueras Ninón Sevilla o Greta Garbo, María Victoria o la adolescente que florece en la casa de junto. Besas a tu marido y te levantas al mercado o a dejar a los niños al colegio. Besas a tu marido, te acurrucas contra su cuerpo en las noches de peligro, y te dejas soñar...
Dicen que así hizo siempre la tía Valeria y que por eso vivió a gusto muchos años. Lo cierto es que se murió mientras dormía con la cabeza echada hacia atrás y un autógrafo de Agustín Lara debajo de la almohada.
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